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Cartel e Invitación
Exposición Casa de los Picos 2012
Nicolás Gless. Pintor
“Me parece más interesante un semáforo que un árbol, a ciertas horas, tiene más vida”
Nicolás Gless llega con un dibujo en el que se puede apreciar la estatua de Juan Bravo y de fondo el Torreón de Lozoya, una de las obras que mostrará en la exposición de la Casa de los Picos desde mañana. El colorido que caracteriza a los cuadros de Gless es toda una ilusión con muchas dotes de optimismo.
¿Qué interpretación puede darnos del cuadro que trae?
El dibujo de Juan Bravo con el Torreón de Lozoya es muy emblemático, primero porque el Torreón nos hemos terminado enterando de que está hipotecado y porque su destino se desconoce. La idea en este dibujo, en el que aparece un doble anuncio de Coca-Cola en hebreo, simboliza, en esta especie de atardecer de Segovia, un atardecer de la cultura, un irse acabando.
¿Por qué la Coca-Cola y en hebreo?
Porque se está vendiendo continuamente las ciudades patrimonio de la humanidad, la red de juderías. No por Segovia, que sí que lo tiene, pero hay ciudades que están en la red de juderías que no tienen ningún patrimonio. Alguna vez pasó por allí algún hebreo y desde entonces se han apuntado al turismo, esa banalización la llevo a los dibujos.
¿Existe esta expresión en algún dibujo más de la exposición?
Hay otro dibujo, que es la Casa del Siglo XV, que ha sido una gran galería de arte por la que hemos pasado todos los artistas de esta ciudad y los de fuera, en este dibujo se ha convertido en restaurante de sushi japonés. Es la interpretación de la globalización y del cambio.
¿Cuál es la idea de la exposición?
Esa globalización y esa banalización de todo lo cultural de todos los monumentos de Segovia y de las ciudades.
¿Cómo determinaría la obra de la muestra?
Están realizadas en Segovia, hay dibujos que son de las calles de esta ciudad. En la exposición lo que he hecho es una introspección hacia mi propio mundo y buscar lo que dejé sin realizar para poder rescatarlo. Llevo muchos años en Segovia y esa impronta se ve en la obra.
¿Cómo se define como artista?
He sido un pintor de raíces, a veces publicitarias, a veces pop-art, a veces op-art, esos dibujos ópticos que se realizaron mucho en torno a los años 60 y luego desaparecieron, como muchos istmos.
Juan Bravo y Coca Cola.
Fotografía.- Ángel Luis Arribas
¿Por qué paisajes urbanísticos?
Yo soy un dibujante, un pintor urbanita. Soy totalmente del mundo del automóvil, del ferrocarril, del neón y de la ciudad. A mi me parece más interesante, y que me perdonen los ecologistas, un semáforo que un árbol. ¿Por qué? Porque el semáforo se ilumina, te emite luces, a ciertas horas tiene más vida que un árbol.
Obra contra la crisis
Creo que sí. Hay que lavar la cara a la ciudad. Yo quiero aportar una paletada de color, una especie de optimismo. Quiero introducir en la sociedad el color, contra la crisis solo quedan dosis de optimismo, de color frente al gris. La obra es una lucha contra la depresión.
¿Es usted muy optimista?
Soy un superviviente realmente, si llego a tener mas años, hubiese salido de un campo de la guerra. Esa supervivencia te hace luchar contra el instinto a desaparecer. En esa lucha lo que generas es una línea de trabajo que te haga recapacitar y preguntarte: ¿por qué tengo que claudicar?, voy a seguir combatiendo. Con la exposición quiero convencer a la sociedad que no todo está perdido y que en una guerra ni todo el mundo muere ni todo el mundo se arruina.
¿Destacaría algún dibujo de la exposición?
No, me gustan todos. Si tuviera dinero me compraría un Nicolás Gless, pero no tengo un duro.
Gema Pastor. elacueducto.com, viernes 9 noviembre 2012.
Juan Bravo y la Casa del Siglo XV,
Fotografía: Javier Salcedo Rico
La banalización urbanita
La Casa de los Picos acoge hasta finales de mes la obra de Nicolás Gless, una inyección de optimismo pletórico de color frente a la depresión
“Me pedía el cuerpo reaccionar”, confiesa Nicolás Gless apenas una horas antes de inaugurar ayer su nueva exposición en la Casa de los Picos. Y a fe que lo ha hecho con un golpe de positivismo. O mejor dicho, con 27 impactos (Uno por cada obra que cuelga de la Escuela de Arte y Diseño segoviano) pletóricos de colorido, de neones, de caligrafías fluorescentes, de avenidas comerciales que trasladan al espectador a un “Strip” de Los Ángeles o al Chinatown de San Francisco, de guiños orientales, de desbordado y desbordante bullicio urbanita, de símbolos publicitarios, de iconos de la paz, la música, el juego, el cine, de trenes, aviones, marcas… Es un universo lúdico que alegra la vista y también el espíritu.
Esta colección puede tomarse como terapia, como una inyección de ánimo frente a la desilusión y la depresión que poco a poco ahogan al individuo en su relación con el entorno. Nicolás Gless vuelve a exponer en Segovia después de muchos años. Pero sus temáticas predilectas siguen estando ahí: las ciudades, la publicidad, la cultura oriental, el ferrocarril y aunque sea de forma casi testimonial, los automóviles. Y además del fondo, también mantiene intacta la forma y el estilo en que se manifiesta y expresa, evolucionando desde el dibujo clásico y sus bocetos, muchos de ellos rescatados de la memoria plástica de hace treinta años para esta exhibición, hasta desembocar en la orilla unas veces del op-art y otras en el pop-art.
Humanista y renacentista
Este pintor urbanita –como se autodefine- entremezcla, superpone y solapa sin caer en la saturación todas estas piezas que componen su particular universo. Siempre con mensaje. En esta ocasión, Gless trasmite “la globalización” y vanalización de las ciudades patrimonio, que son urbes artísticas y culturales pero que cada vez admiten más turismo procedente de distintos sitios”. Y traslada esta percepción a Segovia, lo mismo que hace con Roma, Florencia, Venecia o Madrid. Por eso tras la Casa del Siglo XV asoma un sol típico japonés.
Fotografía de Antonio de Torre
Por esa misma razón también comenta con ironía que la próxima reproducción que haga del Torreón de Lozoya quizá tenga que lucir el logotipo de Bankia, en lugar de ondear el distintivo de Coca Cola en hebreo como plasma en esta colección, o reconvertir el restaurante Narizotas en un Zara.
“Mi cultura es más renacentista y me considero humanista”, se presenta el pintor y dibujante, que bebe de las fuentes del diseño gráfico y la publicidad. Su trabajo no deja de ser un reflejo de “la búsqueda personal del conocimiento que he abordado de una manera autodidacta”, apunta Nicolás Gless. Quizás por ese pasado en la formación publicitaria, varios cuadros que cuelgan de la Casa de los Picos recogen la tradición cartelística de la Revolución Rusa, que introduce como un guiño más de tantos que alimentan y enriquecen su obra. La cultura oriental, el grabado japonés o el rito tántrico también se hacen presentes en la serie.
En esa evolución creativa que transcurre desde los bocetos que reproducen un mundo más clásico hasta la obra final que evoca el dibujo óptico de los años sesenta el autor se siente, en el concepto más clásico del género, un “vedutista”, en referencia a la observación del paisaje urbano que inspiró a los maestros pictóricos del siglo XVIII, como Canaletto, Bernardo Bellotto o Francesco Guardi.
En esas ciudades ficticias que construye Nicolás Gless a partir de la superposición de referencias, está, por ejemplo, el palacio Real de Madrid ´transformado´ en el Casino Royale de James Bond (ahora que el agente 007 cumple cincuenta años) del que salen naipes con los reyes de la baraja y del papel couché. O también un Godzilla paseando por una calle nipona atiborrada de una lluvia de neones y caracteres japoneses.
César Blanco, El Norte de Castilla. Sábado 10.11.12.
Última página del Norte de Castilla del día 18 de Noviembre de 2012
Burgos, Antiguo Monasterio de San Juan,
4 a 19 de abril de 1995.
Cartel y portada del catálogo
Segovia, Torreón de Lozoya,
21 abril a 7 de mayo de 1995.
25 Años de Obra Gráfica y Arte Seriado.
Casa de los Picos, Segovia.
Laberinto y máscara
Bajo la perfección formal, bajo el rigor geométrico que mueve su mano y perfila sus implacables arquitecturas, se adivina el guiño cómplice de Nicolás Gless. Hay en sus obras una luz provocadora, impúdica, que se complace iluminando rincones inéditos de puro cotidianos. Objetos impertinentes que la mirada del contemplador de monumentos obvia para que no perturben la sagrada visión de lo importante, señales de tráfico, rótulos comerciales, automóviles, objetos incómodos para la lente del fotógrafo que tratará de esquivarlos, objetos irrelevantes que el pintor de postales borrará de un brochazo, sin escrúpulos de conciencia. Prosaicos retazos de vida y de tiempo que son un estorbo para los embalsamadores, por eso, porque están vivos y, a veces, se mueven.
Bajo la apariencia inmutable, bajo el peso demoledor de los siglos y de las piedras, en los paisajes urbanos de Nicolás Gless se percibe, o se intuye, el hálito vivaz y vivificante del creador que se disfraza bajo la máscara impecable de la más pura ortodoxia realista para fingir mejor sus quimeras. Arte, artificio, ingeniosa maquinación que vela lo que parece revelar y descubre lo que se hizo invisible a fuerza de ser evidente.
Esa energía inmanente que sobrevuela palacios, catedrales y monumentos cruza con aspas de fulgurante trazo los cielos que se recortan al fondo, chispazos eléctricos con los que el pintor avisa sobre la engañosa neutralidad de lo representado. La múltiple mentira del cuadro que representa un monumento representativo, monumento y cuadro que a su vez serán objeto de tantas representaciones como espectadores se acerquen a ellos. Juego de espejos que descomponen la luz en infinitos matices tan falsos como verdaderos.
Nicolás Gless ilumina sus obras con alevosía, indiscretos haces de luz que barren los rincones más recónditos y disuelven las sombras más piadosas. Deslumbrantes y refulgentes líneas que subrayan con violentos colores detalles, a veces, y siempre en apariencia, secundarios e imperceptibles.
Luz y movimiento, Nicolás Gless que anima las piedras inanimadas posee también la rara habilidad de plasmar la luz en movimiento con vertiginosos trazos, plasmarla sin inmovilizarla, sin falsearla, como si su ojo y su mano se desplazaran a la misma velocidad. El paisaje urbano contemporáneo es un paisaje cinético, escenario móvil y fugaz construido para ser mirado a través de la ventanilla deun rápido automóvil y mejor de noche.
El artista se carga de energía en el arco que forman estos dos polos opuestos y complementarios, quietud y movimiento, persistencia y fugacidad. La tensión, alta tensión que emana de sus obras se observa cuando entre los simétricos recintos urbanos se cuela la botánica o la geología. Los árboles y las rocas que pinta Nicolás Gless viven enzarzados en una enconada pugna entre la razón y la pasión, el orden y el caos.
La figura humana ha desaparecido del paisaje, desnudo sin concesiones al sentimentalismo, el escenario está preparado, todo está listo para que empiece la representación y el espectador se convierta en protagonista solitario de su aventura y se pierda en el inquietante laberinto en el que acecha el genio del artista.
Moncho Alpuente.
Roma, Plaza Navona.
Cartel de la exposición en el Spanisches Kulturinstitut, Viena 1988.
Cartel de la exposición en el Statdhalle de Wilhelmshaven, 1988.
La “marca Gless” y sus máquinas fluorescentes
Al igual que existen utilitarios o suntuosos artefactos Fiat, SEAT, Mercedes o Ford, que todo el mundo identifica, también existen los GLESS, aunque no sean tan populares, cuya factoría de coches-goma presenta una muestra de modelos que harán furor el próximo otoño-invierno.
Estamos en la época de la imagen del diseño industrial, y nadie mejor que Nicolás Gless para ofrecer los anuncios y carteles que se van a llevar. Dibujos a lápiz, con efectos de rotulador, con la fuerza de un temple de intensa viveza, como un fogonazo o estertor mecánico/lumínico.
Resplandor de plásticos papeles iluminados y neones, técnica, anunciadora, con un fuerte sabor a pop-art, con los que Gless, en vez de promocionar los viejos establecimientos de comer y de placer, nos sirve una amplia gama de sus esplendorosos bugas, chorreantes de luz y de color, como incesantes flashes para un ritmo frenético y dulzón.
Amarillo limón, verdes, primavera y ceniza, rosalabios, morauñas, fucsia-panty, rojomercromina: un mundo deslumbrante, la consagración de una primavera punky, una lúdica gozada, tras la que se esconde una mente llena de ideas y visión de futuro y una mano que dibuja de santamadre hacia arriba.
Los artistas, a través de sus dibujos, interpretaban lo que el público deseaba y proporcionaban lo que el público deseaba y proporcionaban una ilusión que se convertía en la máquina anhelada; así el automóvil, al socializarse, ha modificado los usos y costumbres de la humanidad.
Como los míticos Tehry o Vicenzo Lanzia, como un Dante Giacossa, como un Zabaleta futurista y urbanista, sin desconocer los espacios llenos de soledad de Chirico, las líneas de Carrá, los gozos de Marinetti, Gless se ha lanzado al juego de idear locos cacharros para parroquias venideras. Es como si los hermanos Boano o Loewy se hubieran reciclado para ofrecernos maravillosos danzantes de la aventura de la velocidad.
El automóvil ya ha pasado a engrosar el bestiario mineral de la mitología; estas máquinas, que dejan el color pegado al asfalto, cuando se mueven, aparentemente sin bicho dentro, en cualquier momento, pueden parar y salir de su interior Andy Warhol y su cara de panocha sorprendida, o Henry Ford en forma de perrito caliente, al que estaría mirando, con ironía desde una esquina solitaria Woody Allen, que acababa de sacar su clarinete a hacer sus necesidades a un salivadero.
Vista de Amsterdam
Son tiras de un cómic de lujo, historietas sin humo, donde lo que importa es la imagen como símbolo, la nitidez del mensaje y el deseo de envidia que se proyecta sobre el espectador, anclado en su sugestiva fantasía.
Nicolás Gless (Mirueña de los Infanzones, Ávila, 1950) expone por vez primera en Madrid, en 1969, en Toisón; de evidente interés es la realizada en la desaparecida galería Multitud, en 1976; luego lo haría en diferentes ciudades españolas y en Polonia, haciendo once años que no mostraba su obra en Madrid, aunque participara en significativas colectivas, en las que siempre ha destacado su originalidad.
Verdes valle, negros brillantes, carnes, azules Danubio y alba, rojosfuego, violetas cobalto. La noche se orina sobre los putidreros de la ciudad y un gato calentón maúlla a la luna, los rumores de la urbe se tiñen de abandono; entretanto, los bólidos pendones, de rimel y leotardos, muestran su muslo hermoso y nocherniego a los vigilantes del silencio. Es como si los
incesantes guiños de los cartelones de plástico y neón se le hubiere congelado la sonrisa y los establecimientos nocturnos, puticlub y pudrideros de ociosos se hubiesen endomingado, para pasar revista, decentemente, ante el visitador de buenas y sobadas costumbres. Palmeras de jardín de verano, torpedos estirables, superficies brillantes y el moscardoneo del gas que hace la luz; solo una mujer, entre tanta intermitencia, parece atreverse con un paisaje sin canciones. En la oscuridad, un gangster afila sus manos sucias, bajo unos guantes de charol blanco.
Importa la frescura de la imagen, el humor, el sarcasmo de apariencia adolescente y ante todo el dibujo, la riqueza de la línea, la técnica.
(Galería El Coleccionista. Claudio Coello, 23.
Hasta el 12 de Diciembre).
Tomás Paredes.
El Punto, 20 al 26 de noviembre de 1987.
REVISTA MOTOR MUNDIAL "MAGAZIN" - FEBRERO 1988.
Nicolás Gless
Reconozco la dificultad que la escritura encierra para perfilar el más leve apunte sobre el discurso del artista. Esta obstinación de lo escrito frente a lo dibujado, se alía en el caso de Nicolás Gless, el de ser un pintor del acontecimiento urbano, lo que comporta aproximarse a la lectura de la ciudad, soporte te tantas percepciones, y a vernos obligado a despejar y clasificar la urdimbre de alfabetos especializados que sus espacios acumulan.
Nada más estéril que pretender aclarar por medio de palabras la serie de signos, por naturaleza convencionales, que tal proceder artístico encierra.
El dibujo es un acto del pensamiento que se traduce en forma de lenguaje, el buen dibujo siempre aspira a superar la escueta información, transformándose, en traza narrativa, en acontecimiento de significados, en imágenes aparentemente reductoras, dispuestas a evidenciar los mitos, esbozar los acontecimientos de la vida o la capacidad reductora de la ensoñación.
Dibujar la ciudad fue siempre tarea del acto creativo, haciendo patente lo que se ve y la manera de observarlo, es decir descubrir la realidad de la vida en aquellos lugares que acontece.
Estos dilatados trabajos, en el tiempo y el espacio de la ciudad de hoy, que aborda Nicolás Gless, no solo demuestran el dominio de una técnica al servicio de la plástica artística, sino que llevan implícitos el conocimiento del espacio de la ciudad de nuestra época, en un ejercicio amplio de limpia sabiduría.
Antonio Fernández Alba. 1988
Portada Revista TRIUNFO: La portada de este número reproduce un trabajo de Nicolás Gless, pintor nacido en 1950, en Mirueña de los Infanzones, Ávila, aunque reside en Madrid desde sus primeros años. El mundo estético de este artista es muy personal. La glesslandia realmente significa una visión del futuro a través de una recuperación del pasado. Y al revés. Una síntesis del pasado por medio de las imaginaciones de la anticipación. Palma el Viejo y los teléfonos siderales, todo junto. Julio-Agosto 1981
Galería Multitud, Madrid.
Exposición Nicolás Gless. Abril-Mayo 1976.
Al cabo de dos años de actividad expositiva, Multitud abre sus salas a un artista joven.
Llegamos de este modo al punto de mayor complejidad dentro de la línea de compromiso que la Galería se ha planteado desde su inauguración.
Un compromiso que creemos ha dado ya algún fruto en el camino por reencontrar la auténtica identidad de la cultura artística de nuestro país.
Tras comenzar nuestras actividades analizando bajo distintos puntos de vista una de las épocas más fructíferas de la historia artística de este siglo: la vanguardia española de los años veinte, era necesario ir abriendo el panorama expositivo a épocas y corrientes estilísticas nuevas, que también necesitaban una revisión. Y así han surgido exposiciones que nos han traído el recuerdo y la pujanza de la pintura española de principio de siglo, hasta otras que han servido de revisión de vanguardias más recientes.
Sólo nos quedaba ya un campo artístico en el que verter nuestro compromiso. Pero aquí, en el análisis de la vanguardia española de este instante, no cabían ni las antologías ni las exposiciones historicistas. Era necesario tomar partido. Que la elección de ese obligado “partidismo” no ha sido fácil, lo demuestran los dos años de actividad, sin que en nuestras salas expusiera ningún artista joven.
La elección está hecha: Nicolás Gless.
EQUIPO MULTITUD
NOTAS SOBRE NICOLAS GLESS
Lo que Cezanne no pudo pensar es que al reducir la descripción de la naturaleza a cilindros, conos y esferas, estaba sentando las bases estilísticas para otra nueva naturaleza: la creada por la sociedad industrial del siglo veinte. La vista de una ciudad actual es mucho mas ”cúbica” de lo que hubieran podido preveer Cezanne o Picasso aún joven. Nueva York desde el aire es ya un Mondrian. Lo que empezó siendo una utopía estilística se ha convertido en la realidad cotidiana. Hasta el siglo XIX la naturaleza era el paisaje y el hombre, en el XX la naturaleza es la funcionalidad de la geometría.
El cubismo y el futurismo realizaron una figuración geometrizante que terminó con el advenimiento de la abstracción radical. Pero a partir de la caída del informalismo, dentro de una parcela del arte actual, estamos presenciando un proceso a la inversa: a partir de las abstracciones, conseguir nuevas representaciones. Y a Nicolás Gless no le resulta esto demasiado difícil porque como decía antes, una ciudad moderna ha llegado a parecerse bastante a una pintura geométrica. Y él juega a esa indeterminación del espacio urbano, a medio camino entre la estructura geométrica configurante, como concepto, heredera de la tradición neoplasticista, y la ciudad como realmente es. En este proceso de enfoque a diferentes niveles de profundidad, lleno de matices, se puede ir desde la abstracción mondrianesca hasta la visión ciudadana hiperrealista: ambos conceptos están en Gless pero en tensión: no se sabe si el neoplasticismo anecdotizado se ha convertido en ciudad o, si, una descripción simplificada de la ciudad se está convirtiendo en geometría.
Y lo que digo del neoplasticismo se puede aplicar al OP-ART. Si el impresionismo fue el divisionismo ante la naturaleza decimonónica, el ”OP” es el divisionismo ante la naturaleza urbana. Y siguiendo el juego ya señalado de Gless, una forma de OP-ART puede estar ligada a sensaciones de velocidad, a cambios de la visión por los efectos de la iluminación eléctrica, a esa visión a través de cristales que siempre nos impone la ciudad, etc, etc.
Este intento se puede configurar dentro de una línea que puede partir de los “boggie-woogie” de Mondrian y en la que podríamos incluir como ejemplos a Adami o al Lichtenstein de los espejos del 70.
Todo esto que voy diciendo de Gless es especialmente aplicable a la serie de serigrafías en blanco y negro recogidas en una carpeta que realizó en el 74.
Problemática parecida pero no idéntica es la que lleva a cabo en las grandes cabezas, también en serigrafía del mismo año. En estas cabezas más que una fluctuación en el enfoque hay una corrección del modelo. No creo que en estas obras, al menos en las que a mí me interesan más, como ”Roxy” o “Erzebeth´Bathory”, haya un intento de ritualización decorativa del rostro como en los pueblos primitivos. Más bien lo veo como un proceso de generalización, de tipificación, de estereotipización del rostro, femenino en este caso, al que se le impone un “rostro ciudadano”; sería la corrección de la individualidad por la geometría fluctuante ciudadana. En otros casos al aumentar el decorativismo de los signos su poder como estereotipo me parece menor.
Cuando incluso sobre los mismos temas de paisaje a los que antes me he referido, Nicolás Gless emplea el color abiertamente, las obras cambian parcialmente de sentido: a) la indeterminación y fluctuación geometría-realidad decrece, aumentando la representatividad; b) aumenta la carga sentimental. El color de estas obras, especialmente en las serigrafías, que son las que yo prefiero, está tratado partiendo de una separación industrial de colores, que al ser ampliada después produce un auténtico divisionismo del color , en el sentido clásico impresionista, pero que por la gama empleada, traduce perfectamente el ambiente ciudadano de cristal, cemento y polución. Un malvado sentido del color.
En las serigrafías en blanco y negro de ciudades había un gran silencio no real debido a que eran espejismos conceptuales a medio camino entre la geometría y la realidad; en cambio en las realizadas en color y con una preocupación atmosférica, el silencio continúa, pero esta vez real y crítico. Es pues el momento de referirme al sentido crítico o al menos pesimista de Gless. Cuando pintaba palomas (71-72), tan fácilmente relacionables con el estereotipo paloma-de-la-paz, las convertía en animales-máquinas, parecidos a aviones de guerra, a objetos burocráticos o de consumo. Cuando pintaba (73) seres en interiores, nos los mostraba como bibelots metálicos o seres huecos, de plástico hinchable, relacionados entre sí por oscuras necesidades energéticas pero no afectivas ni humanas. Cuando pinta paisajes urbanos nos describe una ciudad vacía, un mundo ciego en el que las máquinas marchan solas: la ciencia, impulsada por un racionalismo meramente productivo, se ha liberado del hombre y ha impuesto su dictadura.
En las últimas obras de Gless, recién terminadas, se perciben algunos cambios importantes: a) la tensión entre estructura y realidad decrece o desaparece, b) el lirismo, que es una constante en su obra, aumenta hasta ser asfixiante y trágico, c) al reblandecerse la estructura geométrica (corsé?, fantasía de orden?) aparece lo que yo llamaría la estética de cementerio, conectada con el simbolismo, con el art nouveau y en otro orden de cosa con el kitsch. Especialmente los vaciados que ha empezado a realizar con papel de plata, tan frágiles, parecen el rostro otoñal de otra belle époque a punto de terminar.
Luis Gordillo. Marzo 1975.
UN PINTOR DE LOS SETENTA
“Las instituciones todas /sometidas a los fines de verano, a la pena, /a las llamas en el mercado que anuncian /el fin de su reino” (1). El edificio social recorrido por resquebrajaduras, puestas en duda parciales, negativas a la prestación de servicios a perpetuidad, encuentros cada vez más frecuentes entre rebeldías vitales y rebeliones con sentido de la globalidad.
En estos momentos el papel de la cultura, del creador. Vacilante entre el abandono de su oficio específico y la continuidad de éste por caminos de rebeldía. En todo caso, reconocimiento de una crisis, necesidad (no siempre hecha consciente) de sustituir la vida a la supervivencia.
Es buen momento para volver atrás, siempre que sepamos distinguir entre simple historicismo y entronque histórico. El fenómeno de la vuelta a las vanguardias, su estudio, entendido como significativo en este ámbito: las verdaderas rupturas se produjeron entonces. Los encantadores vanguardistas descubrieron el mundo y sus máquinas, muestran los efectos de la industrialización y los asumen en el orden de sus cuadros o poemas. Luego extraen como lógica conclusión una práctica autónoma liberada de las servidumbres representativas, o en otros casos una práctica que rompe con las fronteras entre los antiguos géneros.
Hoy la distancia que nos separa de su ingenuidad (tan sana por otra parte) es la distancia que nos separa de su radicalismo. Lo más difícil resulta determinar en que medida es válido el posible axioma de a más radicalismo en su práctica, más ingenuidad en su teoría. Pero en todo caso qué compleja la vuelta a ellos, mezcla de mirada irónica y admirativa incapacidad para ir más allá.
Léger, a partir de su descubrimiento de la civilización mecánica (en medio de los horrores de la guerra) concluye en un canto a la libertad en otro orden. El racionalismo arquitectónico se propone iniciar la reforma. Cincuenta años después las ciudades mismas recortan sobre el cielo sus estructuras de un racionalismo apresurado. Ensueño utópico de los arquitectos modernos se revela, en su divulgación masiva, como uno de los mejores aliados de un modo de vida en que reinan la separación y la ilusión de estar juntos (Vaneigem. Tratado de saber vivir).
Así, ya en los años sesenta la ironía del arte, de la cultura, se tiñen de desencanto. La abundancia material genera nuevas miserias, y el campo creativo lo refleja. En los setenta se agudiza esto, aparecen las muecas más desgarradas que ya no pueden permanecer por más tiempo en el orden de la pequeña rebelión expresionista ni en el de sentimentalismos kitsch o mitológicos. Desde teatralizar comportamientos hasta la sofisticación de lo malvadamente distanciado y sin embargo cercano, buena parte de la cultura contemporánea parece repetir ese “Soy tan libre” proclamado por Lou Reed con una alegría tan forzada que no provoca en el fondo sino tristeza. Hablar hoy de Gless (y no me excusaré por la amplia digresión inicial) no tiene sentido sino en la perspectiva de la superación, a través del rito, de la dificultad de ser en el mundo occidental. Quizás sea porque “el lenguaje es una fuente inagotable de felicidad, el instrumento primordial del rito” (2), que necesitamos, pese a lo que digan los defensores de la mera narración política o los asiduos de las prácticas experimentales, de un arte en que interrogación y juego no estén reñidos, de un arte en que como en un espejo ver agigantado el absurdo de la supervivencia.
Dicho arte, del que Gless puede ser un ejemplo, rompe con lo que en el arte de los sesenta había aún de buen humor. En el trasfondo cultural de su obra, Gless hace coexistir razón e irracionalismo. La arquitectura sentimental en que derivan Venturi y los suyos, la felicidad próspera e infeliz del pop norteamericano, los periodistas sofisticados (en el fondo sinceros) en busca de su arqueología colectiva en Las Vegas. Así mismo el mundo de los modernos, aunque no tanto Mondrian como Domela el heterodoxo, y más aún las conexiones del art-deco estereotipado con un cierto racionalismo.
Pero la referencia más fácil, aunque a la vez más cierta, más esclarecedora, sería respecto al futurismo, particularmente los grandes dibujos de Sant´Elia su arquitecto. En el futurismo encontramos todos los ingredientes en que Gless como pintor de los setenta se diferencia de los encantadores vanguardistas. El futurismo, que vehiculaba tanta carga residual simbolista, no pasa, claro está, de ser un punto de partida, temática y conceptual. Su violencia maquinista, su ingenuidad anti-clásica, constituyen su cuerpo teórico más endeble, más primitivo.
Las claves que del futurismo (o de otros temas de su interés) extrae Gless para su propia práctica nada tienen que ver con referencias culturalistas aunque estuvieran, más o menos subjetivizadas. La ironía está mucho menos presente de lo que podría parecer. El interés de Gless hacia la nueva arquitectura ¿Hasta qué punto está exento de la fascinación misma? No hay capricho en sus elecciones, sino que la elección es reflejo de una conciencia afectada por lo que la rodea, pero teniendo que ser leída su obra como entidad autónoma, realidad añadida, producto de lo real y no reflejo, es por tanto igualmente importante la dimensión subjetiva, tanto el poso cultural antes aludido como las coordenadas vitales del pintor y de la colectividad en que trabaja.
Los escenarios urbanos de Gless componen “una ciudad vacía, un mundo ciego en el que las máquinas marchan solas” (3) Primeros bocetos, muy sant´elianos, que ordenaban silenciosas perspectivas industriales en que cada edificio encadenado al siguiente y en su estructuración cubista nos hace reflexionar sobre la parte y el todo de la ciudad. Luego en el resultado final (dibujo más acabado o serigrafía), de trazo mucho más frío, anguloso, los planos se articulan en intersecciones múltiples.
En estos grandes dibujos y serigrafías la ciudad es un mundo artificial de objetos convertidos en sujetos. La humanidad misma se ha visto sustituida por los objetos. Se prescinde incluso del personaje solitario y objetualizado tan propicio a la dialéctica humanista y simple de la nueva figuración o de un cierto expresionismo. Y sobre estas urbes despobladas, cubiertas de reclamos, cristales, automóviles, puntos de luz, se extienden los colores de la uniformidad y del desencanto, colores de apariencia sintética y a la vez aún con la esperanza de ser algún día signos precursores de una vida otra. Cercano ese atardecer, que parece iluminar débilmente muchas de estas imágenes, y hacia el que todo confluye. En su aire dorado esa vida otra es lo que el paseante anhela cuando más allá de los carcelarios edificios contempla el cielo.
Otra parte importante de su obra, los rostros. Como revelando “la dureza de las relaciones sociales del amor” (4), rostros estereotipados de mujeres, expuestos a través de las revistas de moda al deseo anónimo de las multitudes. Su faz no es sino soporte de ese deseo, signo que lo motiva. Por encima de la fotografía el pintor se limita a trazar una telaraña de líneas geométricas que la racionalizan y descomponen. Extensión del cuerpo a esta lógica racionalizadota dominante, evidenciando el inexorable sometimiento del deseo a que la humanidad se ve abocada. A la vez, esta presencia ritual, no tanto tatuaje como auténtica máscara encubridora, al provocar la tristeza nostálgica en quien la sabe fuera de su alcance, incorporada a la red multiplicadora de los media, conduce a la reafirmación del deseo frente al orden.
Y en definitiva la clave última y no sé si conscientemente asumida de la obra de Gless es la relación nostálgica que se establece entre deseo por una parte, y razón lógica por otra. Su lirismo frío enlaza sí con la mueca y el desgarramiento sin pasar por el expresionismo. Es la verdad de este lirismo la que nos hace reconocernos en su obra como en la de tantos otros creadores que nos hacen desear vivir de otro modo, en otra civilización.
Juan Manuel Bonet. Madrid, 10 de Junio de 1975
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(1) J.M.B. “En el cielo de un invierno pre-revolucionario”.
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(2) Mario Vargas Llosa, en “El Combate imaginario”, Barral Editores, Barcelona 1971, p. 28.
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(3) Texto de Gordillo sobre Nicolás Gless.
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(4) J.M.B. “En el cielo de un invierno pre-revolucionario”.
Nueva exposición
NICOLAS GLESS: PAISAJES DE NEON Y CALIGRAFÍA FLUORESCENTE
Madrid, 26 (Informaciones, por Juan Pedro Quiñonero)
Se ha inaugurado (Galería Multitud) una nueva exposición de Nicolás Gless, cuya mitología presenta unos matices únicos en nuestro arte moderno. Su paisaje es más norteamericano que peninsular. Su caligrafía está más cercana al “op” y al “pop” anglosajón que a nuestras escuelas. Su mitología pertenece al fasto de los dioses profanos creados en la California de los años sesenta.
Para entender esta obra será necesario recordar los textos de Tom Wolfe sobre Las Vegas o el paisaje urbano de Los Ángeles. Su arquitectura es de vidrio y aluminio. Sus colores tienen la coloración de los “hamburger stands” y los supermercados del Medio Oeste. La metrópoli de Nicolás Gless posee el impudor de los reportajes de Gay Talese, la escandalosa soledad del “freeway” – la autopista absoluta-, el encanto libertario y salvaje de Pacific Palisades.
Sus paisajes están despoblados, tachados por la caligrafía por la caligrafía fluorescente. El neón posee una luminosidad más radiante que la luz solar. Cemento armado, plástico, acero, reflejos condicionados, torres de cristal, asfalto, ruinas cercadas electrónicamente, la luz estallando sobre paredes encristaladas, reflejos de luz artificial multiplicándose en los espejos, mujeres inflables, semáforos, escaparates, anuncios intermitentes, componen los elementos de esta radiografía de la ciudad moderna.
Los malvas y rosas del atardecer, dispersos entre los rascacielos y el asfalto, coloreados con una mancha de oscuridad purísima con que la polución borra los colores, crean una belleza desconocida hasta hoy para nuestros ojos. La luna desde los vidrios sucios de un autobús que se dirige a los suburbios, ilumina un paisaje fantasmal: bosques de edificios en sombras; publicidad fluorescente que trae hasta nuestro corazón el cuerpo de bellísimas mujeres que consumen bebidas refrescantes, incitantes sus labios rojos en el desierto de la valla publicitaria en el descampado; anónimas perspectivas que instalan nuestro corazón en la compañía de divinidades apócrifas: espejos reflectores que nos dicen bellísimos discursos cuando la luz se descompone en la soledad del “free-way”, diosas que consumen hamburguesas y perritos calientes, anuncios que nos roban el corazón, cuñas publicitarias que nombran lo inolvidable. Ciudades de sueño habitadas por manchas electrográficas, cuerpos tatuados por la publicidad subliminal, reconstrucciones de aquellas luminosas mañanas cuyos horizontes naranja y violetas, el “smog” tiñe, haciendo brillar de modo radiante el asfalto, los edificios de cristal, en cuyas paredes la luz reverbera de modo serial, descomponiendo los púrpuras y azules con la belleza radiante de una pantalla de rayos catódicos repitiendo la imagen de una estatua mutilada, resto de un cuerpo de proporciones perfectas y cuya piel es delicadamente suave, como un “spot” mudo, animado con recortes de bailables de grandes orquestas de los años cuarenta y cincuenta.
CIUDAD DE NICOLAS GLESS EL "STRIP DE LOS ÁNGELES".
La ciudad es más exacta y ejemplar, mas fiel a su arquetipo, de noche que de día. Llega la noche de la ciudad a hacerse cotejo y parangón de la ciudad misma, a favor de la lluvia o la manga de riego y del guiño intermitente de su propia luminotecnia. La gran ciudad nocturna, llovida o regada y reflectante, regala a los ojos del transeúnte el abanico de todos sus signos y semáforos, el espejo de todas sus formas y perspectivas, el arco iris de todas sus indicaciones e incidencias cromáticas.
Se ha desnudado, con la noche, la fábrica de la macrópolis, reducida a la quintaesencia de su estructura visual, creciente y menguante en el tornasol de su intermitencia publicitaria, filtrada por la lluvia. Los edificios han cedido su prestancia y solidez diurna a la frágil, cambiante y prolífera pantalla del anuncio luminoso. Trazan las torres del alumbrado su perfecta silueta perpendicular sobre el reverso cromático-lineal del asfalto cristalino y los coches dejan en el aire la estela dinámica y transparente de su carrera, el zig-zag de su tránsito fulgurante.
Así es la noche de la gran ciudad, desnuda, llovida y reflejada en el espejo de su propio espejo: el esquema esencial de una avenida de Los Ángeles, tal como Nicolás Gless ha captado, desguazado y recompuesto. ¡La transustanciación de la macrópolis! en la estampa nocturna de aguas y luces, al compás de todas sus señales, huellas, índices, reclamos y registros, bajo la contextura más obvia y sensitiva de su propio lenguaje. Este es el desnudo de la gran ciudad, o, atender al título que Nicolás Gless asigna a su relato, el Strip de Los Ángeles.
Impresión directa
Quiero ceñir mi comentario a una sola de las obras (este Strip de Los Ángeles) que por estos días expone Nicolás Gless en Madrid, para dejar en él la impresión directa e inmediata (o al menos teórica o intelectualizada o dimanada del saber convencional) tal como surge y choca en la mirada del contemplador, antes o en vez de extraer significados concretos y vincular la totalidad de su quehacer al sentido del arte de nuestro tiempo en general y a la particular y consabida retroferencia de los influjos y las paternidades.
¿Qué es lo que realmente capta el ciudadano a su paso por plazas y avenidas? ¿Qué entiende por espacio? ¿Dónde fija su frontera con el tiempo? ¿Cómo distinguirá de las cosas indicadas al aluvión de las insignificantes? ¿Cuál es en su acto perceptivo la línea divisoria entre realidad y ficción? No es osado sugerir que toda la carga semiótica encubierta en la sola formulación de estos interrogantes afines, se revela, desmenuza y ejemplifica en la descomposición previa y ulterior recompostura que Nicolás Gless acierta a llevar a cabo en la urdimbre de la ciudad, sin otras armas que una conciencia aquilatada ante el suceso diario y una sensibilidad a flor de piel.
Da el ciudadano, comúnmente, por real lo que es asequible al tacto (el hombre suele palparse tras la pesadilla), sin pararse a reflexionar en torno al cúmulo de las impresiones y estímulos (naturales y artificiales) que concentra y aclimata a su sentido el acto de la percepción. ¿Es real la fachada de enfrente, y solo ficción la sombra que proyecta? ¿Puramente convencional el espectáculo de la luminotecnia nocturna, y verdad incuestionable el enigma del sol de cada día? ¿Hasta qué punto no interviene la sensibilidad interna en lo que a él atribuye con exclusividad a los sentidos exteriores? ¿Dónde termina la sensación y comienza la memoria?
Nueva semblanza
La exposición de Nicolás Gless puede dar cumplida respuesta a la suma de tales y otras tantas cuestiones. Ha desguazado el pintor los datos próximos de la imagen urbana y, tras el análisis minucioso y la aquilatada clasificación de todos ellos, ha recompuesto una nueva semblanza, en cuyo concierto la “realidad del entorno” (la mas ineludible y familiar de los trabajos y los días del ciudadano) se clarifica hasta la identificación entre su sensibilidad, su conciencia y el poso del inconsciente que las congrega o las disocia. Todo intratado de semiótica al alcance del sentido ó de la más elemental de las reflexiones.
Parece coherente y resulta tentador relacionar, sin más, las experiencias de Nicolás Gless con las dos leyes fundamentales de la Gestalttheorie: la de la composición no aditiva y la pregnancia de la forma mejor. Cierto que ambas hallan en sus estampas urbanas el mejor de los ejemplos; no es menos cierto, sin embargo, que ceñir a una y otra la totalidad y ejemplaridad de su quehacer comportaría el reducir a acto puramente perceptivo la facultad de conocimiento y creación (verdaderos contenidos del arte) y también el grado sutil de emotividad e ironía tan propias de nuestro pintor.
Además de asombrosa lucidez, hay en el concierto de esta ciudad algo o mucho de taumaturgia. Es como si Nicolás Gless se hubiera adueñado del esplendor de la noche urbana, pintando uno a uno, todos sus registros, indicaciones, huellas y señales; como si hubiera trasladado su andamio, fachada por fachada, anuncio por anuncio, letra por letra, hasta despojar espectáculo nocturno de toda efeméride y reducirlo a estructura. Ha amanecido luego sobre las avenidas de la gran ciudad y han podido ver los ciudadanos el milagro de su esqueleto estructural: el Strip de Los Ángeles. (Galería Multitud. Claudio Coello, 17).
Santiago Amón. El País, 9 de Mayo de 1976
Exposición "JUAN BORDES Y NICOLAS GLESS".
Sala de Exposiciones de San Fernando, Sevilla, 1974.
Exposición GALERÍA SEIQUER, 1974.